La corona de Tutankamon


Alicia Giménez Bartlett, en El Periodico (12 de marzo)

Ahora resulta que Tutankamón no murió asesinado, sino víctima de una septicemia. Ya habíamos tenido sobresaltos de parecida categoría. Hace poco, un grupo de arqueólogos británicos descubrió que la teóricamente hermosísima Cleopatra era bajita y rellena; tirando a cardo, en fin. Los adelantos tecnológicos y la revisión de todo tipo de pruebas van descabalgando mitos con los que convivíamos sin dudar. Ni Oscar Wilde murió entre repugnantes síntomas de enfermedad ni Anastasia quedó viva tras la escabechina revolucionaria, y a lo mejor los Reyes Católicos ni siquiera rezaban el rosario. Entre las creencias apeadas del pedestal y el hecho de que las crónicas la escriben los vencedores, poca fe podemos tener en la historia como disciplina científica. Por eso es mejor fiarse de la intuición; y de las apreciaciones de los escritores.

Yo he visto la tumba del joven faraón y hubo un par de objetos en el museo adjunto que me parecieron fascinantes: su carro y su corona. El carro, ligero, hecho de piel, sin adornos ni joyas, remitía a un hombre joven a quien debía gustarle correr con su caballo, cazar a campo abierto. La corona es apenas una cinta de oro con una pequeña gema en la frente, un trabajo de orfebrería airoso, sobrio. Todo hacía pensar en un hermoso egipcio lleno de vida y fuerza que murió en el apogeo de su juventud, una imagen sobrecogedora. Casi da igual saber las razones de su muerte, el elemento humano como medida de la historia siempre nos ofrece una visión comprensible y real. Es un modo de reencontrarnos en el pasado.