Sufrimiento


La exposición sistemática y pública del dolor y la enfermedad de Juan Pablo II es un enigma mediático. He hablado con algunos creyentes de los que hacen vida eclesial, admiradores de la figura de Karol Wojtyla, y lo consideran un espectáculo excesivo y contraproducente. Estos católicos lamentan la estampa de un anciano que pasea su sufrimiento ante las cámaras de todo el mundo hasta límites que contradicen incluso el derecho a la propia imagen. Según un texto del Papa que leyó recientemente el arzobispo Leonardo Sandri, se trata de subrayar el valor del sufrimiento. Como no soy teólogo, no puedo entrar en los matices de este aserto, así que me ciño a algo puramente civil: el impacto de la proyección mediada que Juan Pablo II y quienes le rodean ofrecen de un hecho tan universal y común como la enfermedad, la decadencia física y el dolor que se deriva de nuestro camino hacia lo inevitable.

¿Consigue adhesión o refracción la exhibición de algo que debería ser íntimo a tenor de los cánones de nuestra sociedad contemporánea? Mi pequeña encuesta entre católicos practicantes señala mayor rechazo que alegría ante el espectáculo terminal del Vaticano. No le doy, por supuesto, valor estadístico, pero si cualitativo. Supongo que entre los no creyentes, ajenos al significado que el Papa da a su publicidad sufriente, es mayor la incomprensión y la crítica a este afán de presencia. ¿Qué imagen proyecta la Iglesia de sí misma cada vez que observamos los gestos de dolor y de desvanecimiento de su máximo representante? ¿Puede la sociedad posmoderna occidental, mayormente secularizada, decodificar esta estampa tal y como desean aquellos que la promueven? En el Vaticano, donde llevan siglos afinando en el arte de comunicar a las masas, saben perfectamente que toda imagen puede ser interpretada en sentido opuesto al que pretende su emisor. Así que en Roma a nadie se le debe escapar que lo que puede hacer bien a la institución también puede hacer mal. La ambigüedad de la representación que se ofrece está absolutamente prevista y, por tanto, sus costes simbólicos y/o políticos. Es lo obvio en un universo que, además de espiritual, constituye una estructura de poder, con su intrincado laberinto de decisiones, intereses, jerarquías y conflictos.

Se nos dice que la imagen del Pontífice doliente es una opción moral del mismo interesado que da, así, un último testimonio. El observador distante no entra ni sale, pero se pregunta acerca de la naturaleza profunda de este ambiguo mensaje en un tiempo en el que todos vamos a morir lejos de casa, a escondidas, en una sala de hospital. ¿El largo adiós del Papa es reaccionario o revolucionario?


FRANCESC-MARC ÁLVARO